Pequeña
extensión de una ciudad grande y sofocante. Durante años, al atardecer,
escapaba por tus veredas olvidadas y me invadía un suave respiro urbano. Al
transitarte, se hacía más profundo el amor cálido y genuino de esa mano
infantil que me tomaba en esos lunes de rutina y acera silenciosa. Doblar en tu
esquina semejaba una pausa en el tiempo y el espacio. Pausa de sonidos,
interrumpida sólo por las sonrisas y la calidez de esos ojos verde-marrón que
me miraban como puede hacerlo un hijo a su padre. Alegría que se esperaba
durante siete días eternos y recompensa de angustia contenida hora tras hora.
Pero el momento era muy breve, como vos, Dinamarca. Cortada porteña con nombre
de país vikingo o normando. Hermosa vía por donde comienza a extinguirse Caballito.
Imposible hubiera sido no quererte. Sin embargo, esos mágicos tres minutos que
te caminábamos el segundo día de la semana, me enamoraron de cada una de tus
baldosas, árboles y olores. Dejaste de ser sólo una calle. Poco a poco,
resignificaste tu nombre; para mí, comenzaste a llamarte Thiago. Toda la
dulzura y amor inimaginable en cada risa, cada juego contado con pasión y cada
"está o no está " de ese perro blanco y negro que muchas veces,
ladrando en mis sueños, me despertaba en la angustia de tu ausencia; ulcerante
ausencia de hijo. Tal vez, algún día,
decida que mis restos en ceniza descansen en tu tierra amasada, Dinamarca.
Sin importar lo que suceda, nunca podré olvidar esa hora y media de padre que
me permitía respirar en la oscuridad de ese tiempo de terror, depresión y ahogo
casi permanente. Y vos, mucho más que una vía danesa, fuiste el principal
escenario de esos sentimientos profundos que se desahogaban como podían,
disfrutando a mi “cachorro”, mientras ya esperaban el próximo encuentro. Hasta
nuevamente verte, mi Thiago.
jueves, 11 de octubre de 2018
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