domingo, 8 de julio de 2018


Tanto ya se ha escrito sobre él. Día que permite sentir una triste melancolía aun en medio de una fiesta. De atardecer rebelde que se resiste al desanudo de una angustia penetrante. De matices de gris que asoman sin pedir permiso aun cuando el sol ilumine sin obstáculos. Jornada de paradojas. Sensaciones y estímulos que sacuden salvajemente todos nuestros sentidos acostumbrados a otros ruidos y olores. Pero lo hacen desde una paz anodina incomparable a la de cualquier otro tiempo de nuestra vida no eterna. Cientos de palabras te han rendido homenaje, Domingo.

Sin embargo, no sé si algún mortal nos ha escrito sobre ellos. Habitantes que pueden verse en cualquier jornada, pero que ese día invaden nuestras veredas y tachos de manera más nítida y clara. Son protagonistas silenciosos y en apariencia ensimismados. Temiendo al olvido definitivo y al desamor del abandono. Algunos de ellos sufriendo el despecho de un pasado que estuvo muy lejos del íntimo deseo. Otros, con miedo y terror a un nuevo presente que desmerezca su ilustre memoria.  Un rompecabezas de un pretérito que ya no existe y que acaba de dejar de ser. Son objetos que se niegan a transformarse en desechos, temen el descanso eterno. Que nos miran tímidamente implorando que los llevemos para comenzar una nueva historia.

La calma del domingo resalta aún más su presencia. Las calles y avenidas de sonidos apagados y silencios presentes nos impiden no escucharlos, no verlos, ignorarlos.  Muebles, cajas, revistas, discos, remedios, papeles, juguetes y ropas. Muchas ropas. Cambalache de olores, historias de vida desanudadas esta vez por el paso del tiempo o la muerte.

Y esas fotos, algunas derruidas y manchadas. Que nos miran fijo. Que tal vez se recuerdan a sí mismas en el momento en que fueron paridas a este universo humano.  No pueden creer estar así, abandonadas en una vereda agresiva. Temiendo a ser mojadas por algún perro travieso. Quizás llorando todavía la desaparición reciente del ser que le dio imagen, que le dio sentido a su existir. Quién o quiénes habrán sido ellos. Hoy ya poco o mucho importa para nadie o algunos, vaya a saber.

Y esos libros aterrados.  Ansiosos por preservar su mensaje. Por recibir nuevas y dulces miradas a sus palabras. Temerosos ante todo del fuego y del reciclaje; difícil soportar la idea de transformarse en una nueva pasta. En una que de origen a  prensa amarilla o revistas de moda y espectáculo. Deseosos de estar en otras mesas de luz o en estantes nunca experimentados. Codearse con  tomos otrora desconocidos, que tal vez les hablen y les enseñen idiomas nunca imaginados.  Esperanzados con el paraíso que ansía toda obra: tener como hogar una biblioteca circulante. Que les permita conocer un amplio universo de lugares, dormir en distintas camas y respirar aires diferentes.Donde puedan dialogar con ojos forasteros despiertos o empecinados en no cerrarse frente al sueño invasor. Pero, principalmente, donde puedan sorprenderse ellos mismos con  significados impensados para sus letras.Y volver a vivir.

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