Te esperaba. Y no sabía. Ignoraba si esa mochila roja, y con el
tiempo verde, se asomaría como ventana a mi felicidad. Pero solo esperarte
era una manera de tenerte conmigo. De estar más cerca. De poder quebrar esa
maligna imposición que trataba de alejarte. La esperanza misma de verte,
escucharte, me recordaba las sensaciones de un viernes cualquiera
cuando, de alumno, vivía profundamente la libertad y la alegría del
fin de semana próximo. Pudo ser de mañana, para viajar juntos a esa
Universitaria Ciudad y, tal vez, comprarte alguna factura recién
horneada. De tarde, frente a tu casa, escondido tras el árbol o la columna
inquieta de un edificio. "Ahí vino el Loco”, llegue a escuchar del
encargado del lugar, comentando a un amigo mi presencia cotidiana y
enigmática. Tal vez de noche, oculto en sombras, para no
incomodarte frente a tus amigos a la salida de la escuela. Muchas veces, no
pocas, la espera fue frustrante. No apareciste ni vos, ni los colores de tu
equipaje. Pero no importaba. El momento igual llegaría. Y
podríamos (y pudimos) estar juntos como siempre. Como siempre, papá y
Nené.
sábado, 30 de marzo de 2019
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