sábado, 30 de marzo de 2019


Son cientos de sonidos de domingo que nunca pude escuchar, pero que en el silencio de la noche, resuenan y se intuyen. Tus veredas, pintadas en rojo y blanco, sintieron hace años los primeros asombros del genio con la 10 que, con su mano izquierda, pudo piratear al viejo Imperio. Tiempo después, fueron otros gritos de alegría, otros pasos, los que deslumbraron mis tejidos más íntimos. Delgadas patitas corriendo y saltando con la mochila al viento. Tratando de ganarle la carrera a ese coche rojo y negro tal vez inalcanzable. El 1, el 0 o el 9, se dibujan a lo lejos. Tu aguda visión, dulce e infantil, me alertan y prendemos el turbo de nuestros pasos agigantados. Llegados a la parada, muchas veces era ya tarde para ese viaje. En la oscuridad de una luz tenue, los rostros de ídolos de otros tiempos nos observan desde las paredes del estadio. Pero no ven toda la alegría y la belleza que yo puedo intuir y contemplar. Tú dulzura, tus ojitos contentos y tu charla infantil y emocionada. Alguna cosa sobre Laura, alguna travesura de Mandarina; tus deditos suaves que todavía buscan mi mano ansiosa de padre. El momento tiene mucho de mágico. Especialmente, cuando se acerca el frió invierno y oscurece más temprano. Como tantas veces antes, ese club de la Paternal es el escenario de un espectáculo entre sombras. Pero uno en donde el balón no rueda. Donde no son veintidós los protagonistas. Uno donde estamos muy juntos y el alrededor parece dejar de existir. Uno, donde nuestro juego es compartirnos y disfrutarnos.

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